yolanda ARROYO
Ahora que la soledad ha invadido la playa —ya no más documentados, ni patrullas costaneras, ni carreras o escapatorias—, Kapuc salta de los brazos de Humberto y camina hacia las olas. Allí, frente a las nubes que esconden la luna, lleva a cabo el ritual de limpieza y despojo que alguna vez le enseñara su abuela. Está sola, completamente. Sabe que es así porque sus orificios nasales se lo confirman. Todo lo que percibe en adición a los olores de la playa, es el olor de consideraciones cítricas que para ella ha creado el árbol manglar. Humberto envuelve su corteza en una alfombra de limonero y en ocasiones emite capullos ovoides, tal como lo haría el naranjo, lleno de pezones salientes en la base, de cáscaras lisas, arrugadas, surcadas según las facetas; su pulpa biliosa dividida en gajos y su lengüeta jugosa y de sabor ácido hacen la estadía de la niña más apacible. Se vuelve rutáceo, de hierbas dicotiledóneas, y perennes para hacerle la vida más fácil a Kapuc, para que la trayectoria en su entorno no sea tan accidentada. Se vuelve florido, ronco, liso y ramoso, para que ella descargue sonrisas mientras atestigua la dureza de la vida frente a sus ojos. Se hace de copa abierta y hojas alternas elípticas, dentadas, para que el mutismo, la observancia muda, sorda que aborrece el alma, no cale tan hondo en sus entrañas.
Kapuc se acerca a la rompiente y cierra los ojos. Evoca a la abuela Petronila y sueña despierta que todavía la persigue por los callejones con una mezcla de olores a batata, a aceitunas y a papas. Petronila cosechaba las papas en su huerto en honor a los incas. Le hacia jurar a Kapuc que cuando ella fuera más grande estudiaría las civilizaciones amerindias para aprender de ellas los misterios de la vida. Acto seguido, corría hasta la playa, ya entrada la noche, y al llegar a la orilla la abuela se bajaba las pantaletas y dejaba escurrir el chorrito ámbar. Kapuc reía. Reía tanto con la abuela. Y la imitaba. Bajaba sus pantaloncitos de volantes y vivos rosados, se ñangotaba y tiraba el hilito amarillento bilioso.
Eso mismo hizo ahora. Se acuclilló dejando atrás los panties de algodón verde menta, y marcó el rastro de su esencia sobre la tierra. Salió calientito. El olor cítrico sobrepuesto que ahora manaba de un modo como artificial, le hizo saber que alguien más permanecía en los alrededores.
Los documentados, novela
Capitulo 28
Por Yolanda Arroyo Pizarro