CaribeAndo

domingo, 25 de febrero de 2007

carlos WYNTER


"En la biografía incompleta del Escapista, nuestro héroe dice tener memorias del vientre de su madre y lo compara con una playa caribeña; describe cómo las estrellas y caballitos de mar nadaban a su lado. El narrador de la historia agrega que el parto tardó varios días por lo bien que el mago se sentía en la matriz materna. Por más extraño que suene, esta ficción es de cierto modo autobiográfica.
Leí Tres Tristes Tigres de Guillermo Cabrera Infante durante varias tardes de excelente paz; reí con la Estrella y me maravillé con el acento cubano que, en verdad, se parece enormidades al panameño.
Conocí la vida de Piñeiro, algunos versos suyos y su estilo, y me di cuenta que se hablaba en Puerto Rico con la misma lengua de mar que en mi país. Coincidió que, tanto el acercamiento a Cabrera Infante como a Piñeiro, ocurrieron cuando estaba lejos de mi patria. Pero con la sensación que me inyectaron, creí que había vuelto al terruño.
Añoramos siempre el retorno, ¿no es cierto? Volver a ser niños, purificarnos. Bajo las millones de vidas de los seres humanos, está la parábola del hijo pródigo que come con los puercos y desea regresar a su casa primigenia.
¿Qué es el Caribe?, me pregunto. ¿Qué es para nosotros, por lo menos, los que nacimos con su referencia? Es ese fin que es principio, el hogar siempre dispuesto, el vientre de tu madre..."
(foto: Carlos Guardia)


L a r e d v i a l d e l o s p e n s a m i e n t o s


Llego a la playa para respirar el sano aire de la costa. También para tonificar los músculos con caminatas en la arena. No quiero hablar con nadie ni interrumpir las profundas meditaciones que con seguridad ocuparán mi tiempo. Quiero verme rodeado por personas pero no deseo que me colmen con opiniones e intranquilidad.

Lo primero que encuentro son grupos de paseantes que llegaron en buses colectivos. Son familias o jóvenes que se juntan para que el poco dinero que tienen les alcance. Dejan latas de cervezas y bolsas inservibles tiradas entre las dunas. No son muchos - cada doscientos metros reaparecen como si se tratara del mismo hatajo –, pero gritan como si fueran cientos de personas. Se remojan en el agua marina, se empujan, se halan las ropas, se tiran sobre la arena y juegan, hombres y mujeres, de manera muy ruda. Los vestidos de baño se notan raídos y corrientes: los elásticos que deberían sostenerlos, se resbalan hasta dejar salir los glúteos; los tonos son chillones; y las telas, de tan gastadas, se transparentan al humedecerse.

Hace tiempo que me da vueltas en la mente la imagen de una red vial de pensamientos. Me parece que las ideas transitan y se cruzan por calles y avenidas. Es tan tupido el tráfico que chocan y causan distracciones. Desde mi punto de vista, los pensamientos no son invisibles sino de contornos muy tenues. Si uno presta mucha atención, se puede escuchar lo que pasa por la cabeza de otros.

Cuando los grupos son de jóvenes, los toscos juegos se transforman tarde o temprano en caricias. No podría adivinar si existe la intención desde un principio o si la brusquedad la enciende. Ya observo parejas que se esconden tras las rocas o entre ruinosos muros. Todo eso me intranquiliza y ya no puedo meditar como tenía planeado.

Por el borde que dibuja la marea descubro una serpiente minúscula, muy delgada y teñida con anillos rojos, blancos y negros. Me asalta la certeza de que es venenosa y me aparto varios pasos. Un cangrejo que sale de su escondite se le acerca decidido, lucha un instante y se va. Quiero alejarme y desentenderme del problema pero inexplicablemente me preocupo por los paseantes. Recojo un puñado de arena del suelo y lo uso para espantar a la serpiente. Retrocede hacia el mar pero no llega hasta el agua. Repito la operación pero no obtengo los resultados queridos. Las ideas se me confunden y miro alrededor.

Un muchacho se acerca desde una ruina. Una joven queda al pie de los escombros y lo ve alejarse. Cuando él llega a mi lado, sonríe y mira un momento a la serpiente. Comprendo que hace tiempo me observa.

- Es una coralilla. El anillo de la cabeza es plateado o sea que es venenosa.

Me reconforta oírlo. Me doy cuenta que sabe más de serpientes que yo. Pienso que ha llevado una vida menos cómoda que la mía y eso me reconforta. Hasta creo comprenderlo. Creo percibir sus rencores y anhelos. Me causan inquietud y desazón.

La chica se acerca con un trozo de tubería de poco diámetro. Él, después de varios intentos, logra que la culebra se enrosque en el tubo. Con violencia, sacude al animal sobre el agua hasta que cae. La marea arrastra al bicho.

- No puede nadar. Se va a morir ahogada.

De inmediato atrapa a su pareja por la cintura. El abrazo levanta el vientre de ella aún más por sobre el bikini descolorido y flojo. Es entonces que observo que la chica no se rasura las piernas.

Se van sin despedirse. Mientras me dejan atrás, él voltea un instante, duda y vuelve a darme la espalda. Intento distinguir las hebras de una red de pensamientos.